¿Qué lleva a una persona a caminar durante horas, a veces bajo el sol, otras veces bajo la lluvia, por trochas, lomas y curvas montañosas, solo para llegar hasta una iglesia blanca encaramada en las montañas? ¿Qué fuerza interior impulsa a tantos a dejar su rutina y ponerse en camino?
Entre las montañas del occidente antioqueño se encuentra el municipio de Buriticá, donde los lugareños viven con intensidad la fe y el amor hacia su Santo Patrono: San Antonio de Buriticá, o “el patoncito”, como cariñosamente lo llaman.
La historia de San Antonio de Buriticá se remonta al año 1610, aproximadamente. En el lugar que hoy ocupa el hermoso templo parroquial, había entonces un pequeño bosque. Una tarde —tal vez del mes de junio— mientras algunos niños se divertían en el bosquecillo, de repente se les apareció un niño vestido de fraile, quien, tomando una rama, empezó a perseguirlos en tono de juego. Como el hecho se repitió tres veces, las madres de los niños, al enterarse de que “un muchacho les pegaba con una rama”, se dirigieron al lugar con intención de reprender al responsable. Pero, para su sorpresa, al llegar al sitio vieron aparecer al misterioso niño, vestido de franciscano, quien les dijo: “YO SOY ANTONIO DE PADUA”, y desapareció.
La noticia del suceso se difundió rápidamente, y poco después el párroco del lugar mandó fabricar una estatua de San Antonio de Padua, tallada en madera, de setenta y cinco centímetros de alto, sosteniendo en sus manos una ramita en lugar de la tradicional azucena. Así mismo, se construyó en el lugar de la aparición una capilla en honor de San Antonio, y se le escogió como patrono de la parroquia. Hoy, en ese mismo lugar, se levanta un hermoso templo de estilo colonial, donde se venera la milagrosa imagen que, por más de trescientos años, ha sido el más precioso objeto de devoción.

Cada año, cientos de personas acuden al Santuario con el deseo de agradecer por los favores recibidos, cumplir las promesas hechas al santo o simplemente pedir su intercesión por sus necesidades espirituales y materiales. Todos los terceros sábados de mes se puede ver el número de fieles que se une a la peregrinación que organiza la parroquia hacia el Alto de San Antonio, lugar donde ocurrió la aparición. Allí se celebra la Santa Eucaristía por todos los peregrinos y se reza el trecenario, una devoción similar a la novena, pero que, en lugar de nueve días, tiene trece.
Sin embargo, es en el mes de junio cuando se vive un fenómeno espiritual que no necesita publicidad ni convocatorias masivas. Desde distintos municipios del occidente antioqueño —como Cañasgordas, Frontino, Uramita, Peque, Sabanalarga, Liborina, Giraldo, Santa Fe de Antioquia, entre otros—, así como desde Medellín y el Valle de Aburrá, cientos de peregrinos se dirigen a pie o en vehículos hasta Buriticá para participar en las fiestas en honor al Santo. Estas celebraciones tienen lugar durante los primeros trece días del mes, siendo el día 13 la fiesta principal, con diversas actividades religiosas y culturales.
Aunque muchos llegan en transporte, una gran parte prefiere hacer la peregrinación a pie. No se trata de una caminata ligera: son trayectos que pueden durar entre cinco y doce horas, según el punto de partida. Algunos grupos salen en la madrugada, otros la noche anterior, y el camino se convierte en una experiencia comunitaria y espiritual. Las oraciones, los cantos, el silencio compartido y el esfuerzo físico generan un ambiente de recogimiento y reflexión.

Los rostros que llegan al Santuario lo dicen todo: rostros cansados pero agradecidos, ojos llorosos pero confiados. Quien entra al templo, se arrodilla y enciende una vela frente a la imagen de San Antonio, no lo hace por costumbre, sino con la certeza de que ese gesto sencillo está lleno de sentido. Y eso es precisamente lo que hace que esta peregrinación sea tan valiosa: no se trata de un evento multitudinario, sino de una experiencia íntima, profunda y transformadora.
La Iglesia Arquidiocesana contempla con esperanza estos signos de fe popular. Son oportunidades pastorales para fortalecer la evangelización, formar discípulos misioneros y renovar la espiritualidad del pueblo. El reto está en acompañar, comprender y valorar estas expresiones, no como prácticas del pasado, sino como caminos actuales de encuentro personal y comunitario con Cristo.
Cada año, cuando las campanas del templo de Buriticá repican con más fuerza y las calles se llenan de pasos que llegan de lejos, la pregunta inicial se responde por sí sola. ¿Qué mueve a tantos a venir hasta aquí? La fe. Esa fe que camina, que espera, que agradece. Y que, en silencio, sigue diciendo: “San Antonio, ruega por nosotros”.
Por: Tiphanny Morales – Red de Comunicadores